El árbol había estado toda la vida fuera de la casa, atrás en el patio, escondido entre los muros de ladrillos fiscales.
Era una parra, se estaba secando y ya no estaba dando
uvas. Las parras de mis vecinos tapaban el patio con sus hojas grandes y
verdes, cuando estos se llenaban de humos en las fiestas patrias y para
los cumpleaños. Más de alguna vez fueron el madero donde colgaban boca
abajo a las gallinas que sacrificaban, decían que eran desabridas, nunca
vi si pusieron huevos, pues el gallinero lo desarmaron cuando empezaron
a hacer las piezas de los cuartos de atrás. La familia se hacía grande y
había que ocupar el espacio de la casa, así que los palos que formaban
la estructura donde se suponía que las parras iban a tapar como un cielo
verde con insectos los cortaron y ocuparon como leña un día que
hicieron una fogata los amigos de mi padre para apalear el frío, después
de una jornada de trabajo, y de vino, cigarros y boleros.
A
mí madre le encantaba plantar, recuerdo haber visto un rosal más grande
que mi yo niño, y unas inmensas rudas donde me ponía a buscar
chanchitos de tierra. En todas las casas del pasaje habían árboles
frutales, o algún jardín bonito con arbustos, y árboles que atrapaban
los volantines cuando se iban cortados. Si bien contábamos con un
ciruelo y un níspero, y un manzano por lo que dicen mis hermanas,
siempre olvidaba la parra que había en el patio. Incluso si mal no
recuerdo habían varias parras, típicas de los patios de por acá, nunca
tuvimos el placer de descansar bajo la sombra de la parra. Pasó una vez,
cambiando los pizarreños de la casa, y en general, la modernización de
las casas debido al pobre estado que la tenían las lluvias, que hubo una
plaga de ratas, que terminó atrayendo un guaren gigante que se escondió
por días ceda de los maceteros donde la vieja plantaba algunas
hierbitas que le regalaban. El animal lo tuvo que sacar un vecino, el
cual encontró su muerte por el peso brutal de uno de los ladrillos que
habían arrumbados para las piezas nuevas. Aún escuchamos como en la
noche rasguñan las paredes, como si en el cementerio se hubieran
equivocado y enterraran una persona viva. Nos conformaba la idea de que
eran gatos, pues eran rasguños gruesos.
Y
es así como quiero contarles como a poco desapareció la vida en mi
casa. Primero fueron las gallinas, los perros y gatos que se arrancaban y
murieron atropellados por estar la puerta abierta. Luego los insectos
del patio, las chinitas, las mariposas, las orugas, los gusanos que no
pudieron sacar los pajaritos, los chanchitos y los mosquitos que estaban
encima de las ciruelas y los nísperos reventados en el suelo. También
se fue un huertito de un verano donde salieron tomates, ajíes y
albahaca. Hasta quiso salir una sandia y un maíz, una planta grande,
pero se secaron. Fue un verano de comer todos los días humitas con
ensalada de tomate y cebolla, y melones y sandías. No podría pasar un
verano sin ese menú, tan natural y típico de por acá. Pero el huertito
duró una temporada, después mi mama rescato la albahaca y plantó unas
mentas y una melisa. Creo que acá las melisas salen solas. El piso lu
cubrió una costra de cementos que se transformó en un estacionamiento.
Ahí fue cuando se volvió el hogar de nuestras perritas, que nacieron
juntas a las sobrinas de la casa. Lamentablemente ahora solo están las
sobrinas, no me quejo por ellas, sino que tuvimos que despedirnos
repentinamente de las últimas mascotas que hemos tenido, haciéndoles en
nuestro hogar sus cementerios personales, pues, que diferencia una cama
dura a un ataúd, sino que en uno descansa solo uno, y se duerme sin
despertar.
Por
años, en mi crecimiento personal, me sentí desolado y muy solo, a pesar
de vivir en una casa llena de gente, y en un mundo donde se pasa
totalmente desapercibido. Busqué en los libros, pregunte a quien pude, y
rogué por conocer que faltaba en mi, si bien no tenía todo lo que
quería, podría cambiar lo poco que tenía por no tener esta sensación de
no querer estar en ningún lugar, como si de repente no tuviera casa, y
es donde cada noche pensaba esas insensateces, en mi casa antes de
dormir. Decididamente un día sin mayor importancia decidí subir un cerro
cerca de la casa, y caminar hasta encontrar lo que quería, como cuando
Buda se sentó y no se paró hasta encontrar la iluminación. Todas las
palabras de los libros parecían vacías, pero eran como pequeñas pistas
para encontrar algo mejor. No puedo entender las ganas que tenía de
caminar, como si el cansancio quisiera desintegrar mis pies, y todo mi
cuerpo finalmente. Cansado estaba, como la primera vez de hacer algo que
te quita el aliento, pero te excita anormalmente a extraer cada gota de
sudor como gotas del zumo de un limón. Fueron horas donde el agua era
lo más dulce del mundo, y un descanso significaba martirizar las
extremidades. Pensaba por qué había hecho eso, con la misma fuerza que
me pregunto por qué hago cada cosa en mi vida. Di la vuelta de mi
transpirada espalda y encontré por fin la respuesta a todas las
preguntas sensatas del universo. Un atardecer en una quebrada. La vida
acá no se detiene nunca, y era esa escena la detonante para, hasta ese
entonces, mi miserable condición de auto-tortura. Saber apreciar cada
color y aroma, únicos de la tierra. Lo frescas que están las plantas con
el rocio matinal. Lo tranquilo que cantan los pájaros, lo rápido que
trepan las ratas cuando hay mucho ruido. Todo está en paz cuando es
naturaleza la que te rodea como un anillo de energía. Y hasta es tan
importante un árbol chueco, como las paras, que brindan de las entrañas
del mundo el vino más vivo que la sangre que corre en un cuerpo cuando
olvida la fragilidad de lo vivo. Nunca más me volví a sentir solo.
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